El orden químico del cosmos


El orden químico del cosmos

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En el 150º aniversario de la Tabla Periódica de los elementos, el autor rememora la figura de Mendeleiev y reflexiona sobre el significado último de esta ordenación tan sistemáticaEn el 150º aniversario de la Tabla Periódica de los elementos, el autor rememora la figura de Mendeleiev y reflexiona sobre el significado último de esta ordenación tan sistemática.

“En la composición química de nuestro cuerpo está escrita la historia del universo”.

Se cuenta que en 1887, con el fin de observar los detalles de la corona del Sol, Dimitri Medeleiev se empeñó en observar un eclipse solar desde un globo aerostático de hidrógeno. Debía ir acompañado de un piloto. Sin embargo, el día de la observación estaba lloviendo y el globo tenía dificultades para elevarse, entonces Mendeleiev no dudó en dejar en tierra al piloto y vaciar la canasta hasta que el globo consiguió ascender. Es una de las muchas muestras de la tenacidad, la determinación y la formación enciclopédica de este inmenso científico ruso que se interesó por prácticamente todas las ciencias naturales y por la tecnología, desde la astronomía y la meteorología hasta la radioactividad o la agricultura, pasando naturalmente por la química, ciencia por la que entraría por la puerta

Mientras preparaba un curso de química inorgánica, hacia 1868, desde su cátedra en la Universidad de San Petersburgo, Mendeleiev quedó sorprendido por la falta de sistematización de que adolecía esta disciplina por entonces y de la ausencia de una base teórica real que le diese fundamento. Hay que tener en cuenta que, aunque John Dalton había desarrollado su teoría atómica en 1804, refinando así las ideas que primero habían enunciado los griegos, no se conocían las leyes de la afinidad química, ni por supuesto la estructura subyacente de los átomos. Para Dalton los átomos eran pequeñas esferas indivisibles, idénticas en cada elemento, pero de masas diferentes de un elemento a otro, siendo el hidrógeno el más ligero. Habría que esperar a los trabajos de J. J. Thomson en 1897 para constatar que los átomos realmente son entidades complejas que contienen en su seno cargas positivas y negativas.

Mendeleiev reunió los datos existentes sobre los diferentes elementos tratando de encontrar efectos sistemáticos. Se dice, posiblemente sin mucho fundamento, que la inspiración le vino mientras dormía, que aconsejado por un sueño en el año 1869 ordenó los elementos por orden creciente de masa atómica y que así se apercibió de que podía definir grupos en los que las propiedades químicas parecían repetirse de manera periódica. A partir de esta ordenación y, más concretamente, de los huecos que quedaban en la tabla, Mendeleiev predijo la existencia de varios elementos que, aunque por entonces eran desconocidos, tendrían que existir para rellenar esos huecos. El genio ruso utilizó los prefijos eka-, dvi-, y tri- (del sánscrito: uno, dos y tres) para designar a los elementos que debían situarse uno, dos o tres lugares por debajo de un elemento conocido de la tabla.

Tales elementos fueron descubriéndose pocos años después y designados con nuevos nombres. Así el eka-boro predicho por Mendeleiev resultó ser el escandio; el eka-alumino el galio; el eka-manganeso el tecnecio; y el eka-silicio el germanio. La identificación de tales elementos constituyó un éxito espectacular para Mendeleiev y para su tabla. Esa tabla original de Mendeleiev era muy incompleta, tan sólo contaba con 63 elementos, pero poco a poco se fueron añadiendo otros, como los gases nobles o los elementos transuránidos para lo que hubo que ir modificando la estructura inicial de la tabla, pero manteniendo siempre su carácter periódico original.

Se conocen hoy 118 elementos químicos diferentes, algunos de ellos no se han observado en la naturaleza, sino que se han obtenido artificialmente en laboratorios terrestres. Uno de ellos, el número 101, porta el nombre de mendelevio, un honor para el científico ruso muy bien merecido. Los elementos son los ladrillos con los que se llegan a formar moléculas muy complicadas, como las que dan origen a la vida. Es realmente fascinante estudiar cómo se forman estos elementos de manera natural, sobre todo cuando tenemos en cuenta que la formación del universo, desde el punto de vista químico, fue muy aburrido: en el big bang tan solo se formó hidrógeno, helio y unas trazas de litio. Pero estos pocos elementos fueron decisivos en la evolución del universo pues, en cuanto las nubes de materia se hicieron suficientemente densas, pronto se formaron moléculas como la de hidrógeno (H2) y el hidruro de helio (HHe). El hidrógeno molecular actúa como refrigerante de las nubes, evacuando energía en forma de radiación y permitiendo así que tales nubes se concentren más y más, por el efecto de la gravedad, hasta formar estrellas.

Y en las estrellas se encuentra la clave de la complejidad química. En sus interiores, que son gigantescos reactores nucleares, dos núcleos de hidrógeno fusionan para formar helio y tres de helio pueden combinarse para formar carbono, y mediante otras reacciones nucleares se llegan a formar elementos progresivamente más pesados, como el oxígeno, el sodio y el magnesio, hasta llegar al hierro. Sin embargo, las condiciones de los interiores estelares no son suficientes para formar otros elementos más pesados aún, como el oro, el platino o el uranio, que necesitan de fenómenos sumamente energéticos como las kilonovas o las supernovas, en las que pueden darse reacciones nucleares de captura de neutrones que no suceden en los interiores de las estrellas.

De esta manera va evolucionando la composición química del universo y hoy, tras los 13.800 millones de años que han transcurrido desde el big bang, la materia atómica del cosmos está compuesta (en masa) por un 70% de hidrógeno, un 28% de helio y solamente un 2% de todos los otros elementos químicos. Es decir, la diversidad que nos rodea en nuestro planeta, la riqueza química que produce la complejidad de los objetos que nos son familiares, no es algo común en el universo, donde el 98% es hidrógeno y helio. Los átomos más complejos son muy raros en el cosmos.

Si nos fijamos en la composición del cuerpo humano, podemos afirmar que estamos constituidos por material cósmico y, en gran parte, por material cósmico muy raro. Ciertamente, seis de cada 10 de nuestros átomos son hidrógeno y, por tanto, proceden directamente del big bang, pero el carbono de nuestro ADN, el oxígeno de nuestros músculos y el hierro de nuestra sangre se han creado en las estrellas. En definitivas cuentas, en la composición química de nuestro cuerpo está escrita la historia del universo.

Por otro lado, esta rareza de los elementos químicos diferentes del hidrógeno hace que el planeta adolezca de algunas deficiencias notables. Algunos elementos como el helio y el litio son escasos en la Tierra. Hay elementos que se usan de manera creciente, lo que hace que su disponibilidad se vaya reduciendo hasta llegar a su posible agotamiento en el curso de unas décadas, es lo que le sucede al indio que se utiliza para fabricar las pantallas de los teléfonos móviles. El estaño, el tántalo y el wolframio, también utilizados en los teléfonos, no solo son escasos, sino que además se encuentran en zonas de conflicto político o bélico, lo que hace particularmente difícil acceder a ellos. Con mucha razón, la Sociedad Europea de Química llama nuestra atención para que reciclemos y, sobre todo, para que no cambiemos de móvil cada pocos meses.

El vuelo en globo de Mendeleiev no tuvo ninguna trascendencia, no llegó a atravesar la capa de nubes y la observación del eclipse no fue posible, pero la audacia que mostró el científico al superar los obstáculos para poder elevarse es la misma que demostró al predecir la existencia de nuevos elementos y al afirmar que la masa de algunos de ellos, para su correcto encaje en la tabla, debía estar mal calculada. La Tabla Periódica es hoy un icono de la ciencia y, sobre todo, es la expresión de la universalidad de la química que impera en todo el cosmos, desde nuestro planeta hasta las galaxias más lejanas. Es una ilustración de que en la naturaleza subyace un orden estricto y maravilloso. El comprender, aunque solo sea de manera fragmentaria e insuficiente, ese orden y las leyes que lo rigen hace al universo aún más misterioso y fascinante.

Rafael Bachiller es astrónomo, director del Observatorio Astronómico Nacional (IGN)y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.

Artículo publicado en El Mundo el viernes 15 de marzo de 2019

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